“Quien pudiéndolo hacer no impide que se cometa un crimen, lo estimula.”
Lucio Anneo Séneca
Estamos claros, clarísimos de que la crianza de los hijos siempre es una tarea ardua, sin fin, gratificante muchas veces, decepcionante otras tantas, pero indiscutiblemente nuestra guía es determinante, es la base de la siembra de valores, del ejemplo que se convierte en el espejo para esas criaturas, a veces sin saber y como es de humanos cometiendo errores que ellos también replican. Me refiero a esto con el doble propósito de llamar la atención sobre lo difícil que hoy en día, en Venezuela, un país tan dañado moralmente como el nuestro, se convierte la crianza de nuestros hijos, donde ven todo tipo de violaciones a derechos, estar amordazados sin poder expresar lo que sientes, ven hijos de enchufados alardeando de bienes mal habidos, confundiendolos en sus acciones y al mismo tiempo para hacer la asociación en la que el gobierno debe mostrar valores y ética a su pueblo, para que actúen de la forma correcta, son ellos quienes cuidar, dar ejemplo sobre las pautas para el comportamiento ciudadano, controlar y castigar a quienes incumplan todos los estamentos básicos de la ética de la convivencia con decoro.
Una de las cosas más dolorosas en nuestra sociedad es que para muchos jóvenes se han normalizado situaciones inaceptables, se hace cuesta arriba defender lo correcto y lograr que sean personas de bien.
La generación de políticos (alacranes) que entregan su bandera a cambio de beneficios personales entra también en ese lote, mostrando el deterioro, el desgaste de la ética nuevamente.
Los incumplimientos y la burla permanente de la dictadura a toda exigencia externa de retornar a la democracia son demasiado desfachatez y demuestran que nunca entrarán por el camino de la conciliación.
La reciente exigencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) al narcorégimen de Nicolás Maduro, solicitando la liberación inmediata e incondicional de todos los presos políticos, no es una simple nota diplomática: es un grito de denuncia contra una maquinaria de represión, hambre y miedo que ha secuestrado a mi patria.
El informe de la CIDH deja claro que en Venezuela no se respetan los derechos humanos más elementales. Persisten detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, torturas y tratos inhumanos, todo como parte de una estrategia deliberada para aniquilar la disidencia. Lo que ocurre en el país no es una “crisis política” como algunos alacranes y normalizadores insisten en llamar; es una organización mafiosa, una estructura criminal disfrazada de gobierno que ha destruido la democracia y convertido al Estado en un cartel de la peor calaña.
Hoy existen al menos 896 presos políticos, de ellos, 64 familias ni siquiera saben dónde están sus seres queridos. Solo reciben noticias cuando un funcionario, cual carcelero medieval, pide medicamentos o ropa ¿Qué clase de poder opera en las sombras cuando una madre no puede saber si su hijo está vivo o muerto? La respuesta es clara: un narcorégimen cobarde, que se sostiene con el sufrimiento ajeno y que necesita el silencio, el encierro y la tortura para seguir en pie.
La represión es transversal: no solo encarcela opositores, también humilla a las familias. Mujeres requisadas como si fueran delincuentes, esposas, hijas y madres vejadas al intentar visitar a los presos. Ni siquiera se respetan las medidas cautelares otorgadas por organismos internacionales. Los casos de Freddy Superlano, Perkins Rocha y Américo de Grazia son ejemplos de cómo el régimen se burla impunemente del derecho internacional.
Tras las elecciones del 28 de julio de 2024 se registraron más de 2.200 detenciones por protestar. Entre los arrestados, 177 eran menores de edad. El delito de estos jóvenes fue el ejercer su derecho a expresarse. Para el régimen, un cartel, una consigna o una bandera son amenazas suficientes como para encadenar a un niño. No hay límites morales, porque un narcorégimen sin legitimidad solo puede gobernar con terror.
La CIDH también denunció la total falta de independencia del Poder Judicial, y cómo el Ministerio Público actúa como brazo armado del régimen. Los fiscales y jueces en Venezuela han dejado de ser operadores de justicia para convertirse en cómplices de crímenes de lesa humanidad; no juzgan a corruptos ni torturadores; encarcelan estudiantes, activistas y ciudadanos comunes que cometen el delito de querer vivir en libertad.
Pero no nos engañemos, Venezuela no es solo una dictadura, es un narcoestado. El poder real no reside en las instituciones, sino en las redes criminales que controlan el narcotráfico, el contrabando, el lavado de dinero y la represión. La cúpula madurista no gobierna: trafica, extorsiona y asesina. El país ha sido entregado a mafias, colectivos armados y militares corruptos que actúan con total impunidad.
Y mientras tanto, desde la cárcel del exilio veo que el éxodo no para, millones de venezolanos siguen huyendo por las fronteras, muchos a pie, sin comida ni documentos, escapando de un infierno con el que el mundo parece haberse acostumbrado. La tragedia humanitaria más grave del continente no se sostiene por accidente: es el resultado de una política de exterminio paulatino, disfrazada de "revolución"
Es hora de que la comunidad internacional abandone la hipocresía y enfrente con firmeza lo que ocurre en Venezuela. No se puede seguir hablando de diálogo con quienes torturan, desaparecen y asesinan. El narcorégimen de Maduro debe ser aislado diplomáticamente, sancionado con toda la fuerza de la ley internacional, y sus líderes deben rendir cuentas ante la justicia internacional por los crímenes cometidos.
Seguir guardando silencio es permitir que esta pesadilla continúe. Porque mientras los dictadores se aferran al poder, el pueblo venezolano muere en silencio, secuestrado por criminales con uniforme. No hay opciones sino aislarlos hasta que se llegue al punto de apresarlos y ajusticiarlos sin compasión .
Tanto daño no se perdona, hay que hacerles pagar tanto dolor, por eso los detesto, los enfrento y los censuro sin pausa y con lo único que me queda MI PLUMA Y MI PALABRA
José Gregorio Briceño Torrealba
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