El derecho a la salud es inalienable, es algo que no se debería ni mencionar de lo tácito e intrínseco que es para las personas, esencialmente porque está estrechamente ligado al derecho universal básico: el derecho a la vida, derecho fundamental, del cual dependen todos los demás derechos humanos. No es casualidad que se haya iniciado esta revolución con unos programas de salud tan rebuscados como Misión Barrio Adentro, con la mente de rancho del asesoramiento del gobierno cubano y con ganancias millonarias para la élite de chulos de los Castro Ruz, enviaron a Venezuela a una tropa de médicos esclavos que más temprano que tarde desertaron en su mayoría.
Llenaron al país de módulos inoperantes, otro contrato para beneficiar a pocos, de los cuales en muchos casos, hoy lo que queda de ellos son ruinas.
Se le dió mucha más fuerza a ese programa que a reforzar la red existente y crear nuevas instalaciones de calidad y programa de equipamiento de los hospitales regionales mientras se lograba hacer mejores infraestructuras en los municipios para descentralizar eficientemente el servicio de salud y no con medidas populistas que no fueron sostenibles. Total que ni lo uno ni lo otro porque al final y es lo que vemos hoy en día, la salud para el régimen del traidor mayor, hoy felizmente difunto y sus nefastos herederos, ha sido una especie de venganza contra los venezolanos, su odio se demostró con más fuerza en esa materia, dejando a un pueblo sin el derecho de tan siquiera recibir un analgésico en un centro de salud.
El pasado 7 de abril se conmemoró el Día Mundial de la Salud, una fecha propicia para reflexionar sobre el estado de este derecho humano fundamental. En Venezuela, sin embargo, hablar de salud es hablar de una tragedia nacional que ha venido gestándose durante años y que hoy alcanza niveles alarmantes. Lejos de avanzar hacia sistemas más inclusivos y modernos, nuestro país ha sufrido un retroceso brutal que compromete no solo la vida presente, sino también el futuro de generaciones enteras.
Recientemente, leí una entrevista reveladora de la doctora Marinella Herrera Cuenca, investigadora del Centro de Estudios del Desarrollo de la Universidad Central de Venezuela (UCV), directora del Observatorio Venezolano de la Salud y miembro de la Fundación Bengoa. Con cifras y argumentos sólidos, la doctora Herrera Cuenca describe una realidad devastadora: en Venezuela, el derecho a la salud ha sido sistemáticamente vulnerado. El sistema público de salud fue desmantelado y sustituido por un modelo paralelo que, lejos de brindar atención de calidad, ha impuesto prácticas sin control ni transparencia, al margen de los estándares internacionales.
Más del 70 % de los venezolanos acude a centros públicos de salud. Pero ir al hospital hoy no garantiza atención médica. La escasez de insumos, la falta de personal y la destrucción de la red hospitalaria han convertido estos espacios en símbolos de incertidumbre. La atención sanitaria se ha vuelto una apuesta: quien llega al médico no sabe si será atendido, ni si habrá medicamentos, ni si saldrá con vida.
Uno de los aspectos más graves de esta crisis es la ausencia total de información oficial. No existen boletines epidemiológicos, estadísticas públicas ni reportes sobre las condiciones hospitalarias. Esta opacidad no es casual, sino parte de una política de estado, una estrategia de control y desmovilización social. Sin datos no hay diagnóstico, y sin diagnóstico no puede haber presión ciudadana ni políticas públicas efectivas. El resultado: millones de venezolanos enfrentan solos la enfermedad, el deterioro y, en muchos casos, la muerte.
A esta emergencia sanitaria se suma otra igual de alarmante: la crisis alimentaria. En Venezuela, la inseguridad alimentaria dejó de ser una coyuntura para convertirse en una constante estructural. La desnutrición crónica afecta especialmente a niños menores de cinco años, en un período crucial para su desarrollo físico y cognitivo. Los daños que deja este rezago nutricional son irreversibles: bajo peso al nacer, dificultades de aprendizaje, crecimiento deficiente y menor productividad futura. La malnutrición no solo mata: también condena a vivir en desventaja.
A esto se añaden otros factores que complejizan el panorama: la falta de agua potable, electricidad, combustible, transporte y seguridad. Sobrevivir en Venezuela es un reto diario, especialmente para quienes no pueden pagar clínicas privadas o acceder a alimentos de calidad. La salud pública ha sido reducida a su mínima expresión, y la vida humana ha perdido valor ante un narcorégimen que prioriza el control antes que la protección.
Ante este panorama, urge actuar. El país necesita una intervención profunda en tres niveles: primero, atender de inmediato a los niños y niñas venezolanos, cuyas vidas y cerebros están en pleno desarrollo y no pueden esperar; segundo, proteger a las mujeres embarazadas, porque la malnutrición comienza incluso antes del nacimiento; y tercero, recuperar lo estructural: infraestructura hospitalaria, servicios básicos, personal capacitado y políticas de salud preventiva.
Desde la cárcel del exilio, sin perder de vista la búsqueda de salida al tema político, que nos quita el sueño, creo que ya no hay más tiempo para postergar lo importante. La reconstrucción del sistema de salud no puede seguir siendo una promesa para el futuro. La vida de millones de venezolanos, y el futuro del país, dependen de decisiones urgentes y valientes que comiencen hoy.
Para que eso suceda, el país no puede seguir en manos de estos descuartizadores, carniceros y buitres del sistema sanitario nacional.
Definitivamente hay que,sacarlos de cualquier forma del poder, lo más pronto posible porque siguen ocasionando demasiados daños a nuestra sociedad , y ojalá esa salida sea con los pies hacia delante para que se multipliquen más, suficientes alimañas ya en nuestro suelo patrio.
No escatimemos en enfrentarlos, sigamos empujando la mínima palanca que destruya esa red de delincuencia Internacional para enfocarnos en la reconstrucción, el crecimiento y el impulso de una nueva Venezuela, los atacó sin pausa, cada segundo, con lo único que me queda MI PLUMA Y MI PALABRA.
José Gregorio Briceño Torrealba
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